lunes, 9 de agosto de 2010

El demonio en vela

En la madrugada, mientras esperaba la aparición imposible (de ese eco del pasado que insiste en llamarme con sus acentos, perdido para siempre en mi nostalgia) en el horizonte de mi balcón, me percaté de una figura que se mantenía erguida al lado de una ventana.

Le observé durante varias horas, acostumbrado ya a la vela del que es viejo. Contemplé los detalles de su cuerpo de pájaro desplumado, su pico ajado por antiguos combates, el patrón rítimico con que asentía a los secretos que presenciaba. Ocasionalmente, como una garza contrahecha, cambiaba de apoyo, escondiendo la otra pierna en su regazo.

Descubrí entonces qué hacía el demonio: era el público indeseable del sueño de alguna persona buena. A partir de las contracciones de sus músculos y de los gemidos que alcanzaban a atravesar el parque en tinieblas, pude seguir las manipulaciones que hacía a un sueño en principio dichoso. La escena de reencuentro y niñerías de novia había dado paso a abandono y ahogos de viudo.

Cansado de tanto sadismo (que se me hizo como un consuelo miserable de alguien profundamente triste) decidí marcharme... igual, ya mi eco se había desvanecido en el silencio. Con un espasmo exagerado hice saber al Demonio de mi intrusión, y con una sonrisa tenue le envié una invitación.

Ahora le espero, tendido en mi cama, siempre demasiado grande. Me gustaría saber qué hace, cómo se las arregla para pervertir un argumento de antemano desolado.